miércoles, 16 de febrero de 2011

| EL VALOR DE UN JUGUETE | NARRACIÓN |



Eran tiempos muy difíciles de la posguerra, los niños no sabíamos nada de las dificultades económicas que se pasaban en casa. Nosotros, los niños, no notábamos las carencias que padecían los padres, ni las preocupaciones de casa. Las pocas cosas que recuerdo hacen referencia a las propias de un niño, pero no consigo recordar del todo aquellos días luminosos en que jugaba con otros niños sin mayor preocupación que el juego en el cual estaba inmerso. No consigo recordar con claridad, porque he olvidado aquellas calles de mi niñez vacías de coches, llenas de niños que jugábamos a la pelota en medio de la calle.

Cerca de casa teníamos la calle Mayor, el único que tenía un cierto tránsito. Una calle llena de tiendas muy especial para los niños, tenía vida propia y, por los escaparates de las tiendas, era mucho más que una calle. Los tranvías subían y bajaban llenos de gente en los que casi siempre algún niño travieso iba colgado detrás del tranvía sonriente y burlándose de toda aquella gente que, cuando lo veían colgado como un mono, movían la mano regañándolo por viajar peligrosamente colgado de aquella manera.

Tengo una visión de una escena concreta, la visión y el recuerdo de un niño feliz. Debía de tener casi cuatro años, mi padre me llevó a jugar a un pequeña isla verde de recreo sobre todo para los niños, era a los jardincillos de Gracia -donde se juntan el Paseo de Gràcia y la calle Mayor- en el que había un pequeño estanque y una fuente con un surtidor de agua. Recuerdo que mi padre me llevaba para que jugara con otros niños. Pero a mí me gustaba ver como los niños hacían navegar sus barcos de vela. Yo no tenía ninguno, pero mi padre me hacía barquitas de papel de periódico para que yo jugara en el estanque. Me entretenía jugando pero el surtidor hacía que el agua tuviera muchas olas y, las barquitas de papel, poco a poco se desplazaban hasta que la lluvia fina del surtidor las hundía y, con paciencia mi padre me hacía otra.. pero yo estaba enamorado de un barco de vela blanca que unos niños tan pequeños como yo jugaban con él. Una vez hundidas media docena de mis barquitas de papel nos fuimos hacia casa a comer.

Nosotros vivíamos muy cerca, en una travesía de la calle Mayor y, para mí la calle Mayor era el paraíso de los juguetes, andar por la acera era el mejor espectáculo del mundo. A derecha e izquierda de la calle estaba llena de tiendas de juguetes y bazares. Al ir hacia casa teníamos que pasar nuevamente por la infinidad de tiendas hasta llegar a casa, en este tramo de la calle Mayor teníamos cuatro tiendas de juguetes. Asido de la mano de mi padre andábamos por la acera, mi obsesión poder ver las tiendas de juguetes abiertas a los dos lados de la calle, yo intentaba, con toda mi fuerza, tirar de la mano de mi padre para poder verlas y, cuando habíamos vista una, intentaba ir a la otra aunque estuviera en la otra acera, pero mi padre argumentaba:

—Ahora no, ahora no podemos pararnos porque mamá nos espera para comer.

Yo no le hacía caso, yo quería ver los juguetes de más cerca y estiraba su mano para ir a ver los escaparates de las tiendas.

—Papá, vamos aquella tienda, déjame mirar los juguetes, es sólo un momento!

—Es que ahora tenemos que ir hacia casa!

—Papá, verlos nada más! Verlos nada más!

Con esta frase descargaba su responsabilidad y su conciencia que me comprara ninguno, solamente quería disfrutar del espectáculo del escaparate lleno de juguetes, contemplarlos y extasiarme con tanta maravilla. Mi padre al final se enterneció y dejó que mi mano tirara de la de él hasta que conseguí entrar en el vestíbulo de la tienda. Cuánta maravilla estaba depositada en sus escaparates!

—Papá, Papá..! Mira qué barco de vela más grande! Oh, oh.., tiene tres velas, tres!

Mi padre puso sus manos dentro de los bolsillos, palpó el fondo de los mismos como si buscara algo, hizo un gesto con los hombros y se apiadó de mis ojos llenos de juguetes y, desprendiéndose de un dinero sagrado, me compró un... juguete. Dios mío!, había conseguido un juguete, un barco de tres velas! Dios mío, era increíble! Salí a la calle cogiendo el barco de vela como pude y levantándolo con mis dos bracitos lo enseñé a todo el mundo que quisiera mirarme, mientras a gritos se lo decía a toda la gente de calle:

—Mirad! Mirad!, Mirad que me ha comprado! gritaba enloquecido por haber conseguido el juguete que mis ojos se habían enamorado.
Fue un regalo magnífico de aquellos que toda mi vida recordaré porque al margen de la ilusión que me proporcionó, tiene una lección personal llena de ternura que no la conocí hasta que por una casualidad mi madre, unos meses después de la muerte de mi padre, me lo explicó. Era un día que yo no sé porque hacía memoria sobre mi infancia y le recordaba a mi madre aquella historia vivida de pequeño.. y ella me dijo:

—Lo que tú no sabes es que cuando tu padre te explicaba sus días difíciles durante la posguerra, cuando pasábamos tanto hambre, tu padre consecuencia de haberte comprado aquel juguete, se quedó sin dinero para comprarse la comida que a diario se compraba en el trabajo, en el hotel donde trabajaba. Y, como que ya hacía días que no comía... pasó que, aquel dinero que se gastó con tu juguete lo sustrajo, una vez más, de su comida y, aquel incidente que tuvo tu padre cuando se cayó desmayado en medio del Paseo de Gràcia fue como consecuencia por no haber comido, se desmayó de hambre. El dinero que costó tu juguete fue la gota de agua que hizo derramar el vaso para que tu padre no aguantara más. Aquel barco que tanta ilusión te hizo traía de una forma discreta y escondida el gran amor de un padre que supo serlo en todo momento.


© Lluís Busom i Femenia


EPÍLOGO
Antes de publicar esta pequeña historia la sometí a la consideración de una buena amiga para que me diera su opinión. Ella sin querer entrar sí el relato es real o ficticio lo considera tierno y, su lectura le hace retroceder a un tiempo, quizás no tan lejano, en que la gente pasaba hambre de verdad. Me hace una consideración que afecta a mi final. Yo le anticipo que no quiero cambiarlo porque el padre —aparentemente— no hace ningún sacrificio, él se toma un momento de reflexión, valora la situación y decide emplear este dinero en algo tan provechoso como procurarle este momento de felicidad para su hijo.

Yo he procurado que el final de la historia los dos hechos tuvieran —el juguete y el desmayo— una causalidad manifiesta, pero el mérito de la idea no es mío, ya que al escribir esta aclaración me permite explicar algo más: Quien toma la decisión de unir los dos hechos ciertos convirtiéndolos en ejemplo y enseñanza, es la madre. Es la madre quien convierte los dos hechos en factor de causa y efecto que sirven para explicarle al hijo, cuando ya es un hombre, que esos dos hechos ocurridos dentro de una misma época, sirven para ponderar la memoria del padre en un hecho moral para ejemplificar significativamente el amor que tenía por su hijo. Dejando como enseñanza el que, muchas de las pequeñas cosas que se nos ofrecen, comportan algún sacrificio.

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4 comentarios:

  1. Indudablemente,esos sacrificios que en ocasiones hacemos para ofrecer algo a las personas que queremos, son los que marcan la diferencia,son los que enaltecen nuestro espíritu, templan nuestro carácter, transformándonos en mejores seres humanos y permitiéndonos dejar nuestra impronta en el corazón de quienes amamos.

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    1. Las personas —lógicamente hablo por mí—, siempre necesitamos de unas palabras amables, pero cuando las palabras son profundas como las tuyas, parecen más una caricia que un comentario. Las palabras cuando llegan a convertirse en caricia tienen el poder de penetrar en nuestra piel y de poseernos.

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    2. Saludos Lluís, un relato muy nostálgico, que me hace recordar algunas cosas de mi padre. Pues te diré que a mí, en lo que me ha hecho pensar es en el remordimiento que pudo sentir el niño al saber que probablemente por causa suya murió su padre, ya que sólo unos meses después de su muerte es que su madre se lo comunica. Eso es lo que me ha hecho pensar a mí.
      Un abrazo.
      Te dejo la dirección de mi blog, por si acaso te interesa:
      http://lasletrasdelgilo.blogspot.mx/

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    3. Creo Gildardo que mis palabras no te han llegado tal como las escribí, en ningún momento digo que la causa de la muerte de mi padre fuera la del desmayo por falta de ingesta, su muerte fue consecuencia —digamos natural— por los muchos años que vivió. Tampoco el niño tuvo ningún remordimiento por ese hecho, sí un tremendo respeto y consideración por el hecho tal como lo explica la madre, fue el criterio de la madre quien quiso convertirlo en un hecho ejemplar, enlazando causa y efecto a dos hechos de una misma persona pero separados por el tiempo.

      El que tú hayas pensado en tu vida, en tu padre, posiblemente es una extrapolación de algo que está en tu subconsciente y que, de haber conseguido en ti, esa reflexión íntima ya me doy por satisfecho por entender que mis palabras, de algún modo, supieron llegar a ti. Un saludo.

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