jueves, 14 de abril de 2011

EL PARAÍSO COMO REFLEXIÓN





Me había propuesto buscar un tema del que hablar y pensé que un buen argumento podría ser hablar de ese Paraíso que, la mayoría tenemos en la cabeza; ese lugar soñado que ha rondado muchas veces por nuestra cabeza, imaginando vivir aislado durante un tiempo indeterminado en un lugar paradisíaco, quizás, al lado de alguien que es, fue o pudo ser, la persona que nos hubiera gustado compartir ese tiempo en el útopico paraíso soñado. Imaginé, que muchos como yo, tendrían su sueño paradisíaco para describirlo públicamente y, en cierta medida, sería una posibilidad de poder compartirlo y, tal vez, hasta poder contrastar Paraísos. Así nació la idea de escribir sobre mi Paraíso soñado, pero a medida que tomaba apuntes para redactarlo me daba cuenta de que todos los caminos me llevaban a mi escasamente sobrepasada edad quinceañera, en pleno fenómeno biológico, cultural y social de la adolescencia y que, ahora sin querer, se agolpaban en mi memoria trocitos de mi vida que, poco a poco, conformaban mi Paraíso, llegando a la conclusión de que ya no era necesario imaginarlo, sólo tenía que describirlo tal como yo lo viví.

Emprendo esta historia partiendo de una percepción del pasado, un pretérito perfecto, imaginado en presente. Al profundizar, pensando en describir cómo me gustaría que fuera mi Paraíso, ha aparecido entre la bruma de mis recuerdos, como visiones de un flash destellante, pertenecientes a mi pasado vital. Lo que en un principio era un esfuerzo imaginativo para concebirlo, para imaginarlo, me daba cuenta de que hace muchos años anduve por allí. Ahora, mezclado con mis recuerdos, el Paraíso lo concibo como algo ya vivido, me doy cuenta de que ya estuve en él y lo viví a plenitud, es cierto, que en aquel momento jamás se me hubiera ocurrido pensar que estaba viviendo algo tan extraordinario y único.

Jamás imaginé que todo lo que en aquel momento me rodeaba, las calas recónditas, el cielo de inmenso azul y el mar de múltiples verdes serían, lo que años después, aparecerían en mi recuerdo casi olvidado para hacerme entender que ya había pisado el Paraíso. Y lo que hace tantos años me rodeó, en un habitat prodigioso, hacen que renazcan en mí aquellas sensaciones, olores y sabores que aún son capaces de estremecerme, en el recuerdo emocionado de mi Paraíso perdido. Los inmensos silencios, rotos solamente por nuestras voces y risas, los besos, los arrumacos, los cariños y los tiernos roces acompañados del plenilunio y del pacífico cric cric de los grillos, formarían parte de ese magma indescifrable, una amalgama de circunstancias que eran la confabulación única de una convergencia cósmica irrepetible.


Después de muchas horas de caminata, desde Palafrugell, llegamos al lugar que previamente habíamos estudiado en el plano del Bajo Ampurdán. La playa de Aiguablava, en tierras de Begur, eran de una belleza formidable. Era ya media tarde, mi novia y yo habíamos montado la tienda de campaña sobre una pequeña zona despejada, teníamos donde escoger y la ubicamos en una zona protegida y reservada pero muy cerca de la playa. Habíamos programado pasar una semana de vacaciones, plantando nuestra tienda como excursionistas avezados que éramos. Pasamos los seis primeros días sin divisar a nadie, toda la playa de Aiguablava era obsolutamente para nosotros, nadie perturbó nuestra intimidad, nadie se acercó a la playa, sólo alguna noche muy lejos de la cala de Aiguablava percibíamos las luces de alguna barca de pescadores que faenaban en el silencio de la noche. Estábamos en el Edén dispuestos a admirar los frutos que el Paraíso nos ofrecía. Era un mundo exuberante, generoso e ídilico, el Paraíso que muchos han tenido en sus sueños y que aún les persiguen en su continua búsqueda. Dormir en la playa, con el rumor de las olas rompiendo en la orilla, la tenue y calida brisa, mientras el susurro de la respiración de mi amada eran la armónica y cadenciosa sensación de cuando tiempo y espacio se confunden.


Cada noche nos bañábamos y plantábamos cuatro sillas plegables en medio del agua, en la playa, los dos uno junto al otro y con los pies reposando en las otras sillas, colgado del respaldo de las sillas dos faroles iluminaban la noche y los peces se acercaban a nosotros por la fascinación de la luz. Constantemente teníamos unas docenas de peces por debajo de nuestras sillas, una vez determinado cuál queríamos -doradas y bogas-, con un tridente los pescábamos para cocinarlos allí mismo. Capturar entre las rocas gambitas, y un metro por debajo de la superficie adheridos a las rocas ricos mejillones. Como en el Paraíso la naturaleza era pródiga y generosa y sus frutos estaban alcance de la mano.

No me di cuenta del privilegio que estaba viviendo, de las sensaciones y sentimientos que quedaban impregnadas para siempre en mi piel, sucedieron sin mayor trascendencia, como algo natural, como algo que me pertenecía por derecho... es ahora que me doy cuenta de lo excepcionales y maravillosos que fueron esos días. Como en los relatos de cuentos de nuestros abuelos: ocurrió hace muchos, muchos años.., cuando el mundo estaba casi deshabitado, las playas estaban desiertas, no habían ni ruídos, ni músicas, ni rumores habitados en la lejanía que pudieran romper el maravilloso silencio; sólo el rumor lejano y cadencioso del mar batiendo suavemente contra las rocas, cerca de nosotros, en primer plano, el rumor de unas minúsculas olas batiendo en la playa.



Eran unas vacaciones muy especiales, hacía tan sólo diez días había declarado mi amor a una mujercita de mi misma edad, el primer amorlos dos éramos tan conscientemente inconscientes para pasar casi una semana juntos, sin el control de nadie, por no saber, no sabíamos casi nada del 'árbol de la vida, ni de sus frutos' y, lo poco que sabíamos, mal aprendido. Yo había hecho un esfuerzo imaginativo y económico para que esas vacaciones fueran trascendentes, quería regalarle el anillo de 'compromiso' era un 'quiero y no puedo' pero era mi anillo, fue mi regalo. Describirlo es fácil, un aro de oro, pero de lo finísimo que era, parecía más un hililllo de oro que un aro, encima sujetaba dos piedrecitas, un 'tu y yo', una perla diminuta y un brillante aún más diminuto, creo que lo llamaban 'chispita' porque solo brillaba con un único destello. Se lo ofrecí en un estuche primoroso que contenía dos importantes regalos, el anillo descrito y un llavero de plata con las llaves que abrían las puertas de una casa imaginaria, la casa de nuestros sueños aún por construir. Le ofrecí la cajita bellisimamente envuelta con unas cintas de plata y azul cielo, acompañado de unas palabras sinceras de cuánto representaba para mí el ofrecimiento de este regalo, expresándole que, caso de aceptarlos, nos comprometía de verdad.

El cielo se abrió con la sonrisa más bella que mujer haya ofrecido a su prometido, el silencio de la noche se vio interrumpido por el cric cric de los grillos que adornaron el momento llenándolo con una música paradisíaca, en ese mismo momento las nubes se posaron en el mar, una suave brisa las hizo deslizar dócilmente hasta la playa formando un irreal lecho nupcial, un tenue velo tejido con su neblina nos protegió del mundo. ¡El Paraíso existió!
Lluís Busom i Femenia



P.S.

Este recuerdo es un homenaje al Doctor Arruga, creador de la dinastía, médico amigo de mi padre y que, gracias a él, yo de niño no llevé gafas que otro médico oftalmólogo me recetó. Sus amables palabras las recuerdo perfectamente  y sin querer desacreditar al médico que me las había recetado, le dijo a mi padre: -Luis, sí fuera mi hijo, yo no se las pondría.


Para los que conozcan Aiguablava, en tiempos de mi Paraíso circunstancial, sólo había una construcción en un extremo de la playa junto a las rocas, era la caseta de obra que un previlegiado y aventajado conocedor del lugar había construído, era una mínima caseta para izar y resguardar la embarcación propiedad del Doctor Arruga i Liró, célebre oftalmólogo. 

Relativamente cercano de la playa, en un saliente rocoso una única construcción, su magnífica casa de verano construída en el peñasco de Cap Rubí, literalmente encima del oleaje. Como anécdota, en esta misma caseta refugio de la embarcación, fue engendrado el hijo del Doctor Arruga, Alfred Arruga, también oftalmólogo, desgraciadamente fallecido no hace mucho y, en sus propias palabras, había dicho que estaba muy orgulloso de haber sido procreado en la deshabitada playa de Aiguablava durante las vacaciones de sus padres...